La Caprotti

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Descansa en Junín

martes, 13 de marzo de 2012

LLegar...

     Debíamos de salir de casa a eso de las cinco de la mañana para trasladarnos desde Ciudadela hasta aquel pueblo donde mi padre hacía las veces de Farmacéutico. Porque con sus conocimientos de preparador de recetas, idoneidad en la materia y mediante certificado de la Dirección Nacional de Higiene, podía gerenciar, explotar y asumir las responsabilidades de una Farmacia única en un pueblo de provincia. Y hacia allí partimos ese día a las cinco de la mañana en las recién iniciadas vacaciones de invierno con mis recién cumplidos ocho años.
     Junto a mi madre y mis dos hermanas tomamos un colectivo en cercanías de mi domicilio que nos llevó hasta Liniers y desde allí otro nos acercó hasta Caseros para luego tomar el tren local que nos aproximaría a la estación donde subiríamos a un tren que nos acercaría al pueblo. El tren del San Martín nos llevó hasta José C. Paz y al poco tiempo llegó el larga distancia el cual abordamos entusiasmados con todas nuestras valijas, paquetes y merienda. Fue recorriendo localidades cada vez más alejadas de la Capital y rodeadas de campos donde pastaban vacas, trotaban caballos y crecían los sembrados. Toda una novedad para mí que sólo conocía tramos del ferrocarril local pues asiduamente visitábamos parientes que vivían en Tte. Gral. Ricchieri, actual Bella Vista.
     Las ciudades y pueblos se sucedían cada vez más pausadas en el tiempo y luego de unas horas, pasado el mediodía, descendimos en Chacabuco donde aprovechamos para merendar algo mientras esperábamos la combinación de otro tren que nos llevaría hasta el pueblo donde estaba mi padre.
     Hora y media después se aproximó en una vía lateral una negra y chirriante locomotora de vapor que arrastraba dos coches de pasajeros y un furgón de encomiendas. Con los vagones de madera, era lo más parecido a aquellos trenes que veíamos en las películas del oeste: trenes cortitos y asientos duros para los pasajeros. El guarda ya anunciaba la próxima partida y los pasajeros nos acomodamos en los lugares previstos.
     Luego de transitar los campos de la pampa húmeda, aparecía algún pueblito cuya estación de  trenes era el nexo con la urbe a través de aquel convoy de tres vagones. Vino un segundo pueblo, luego un tercero y esperamos el siguiente, cuyo nombre ya conocíamos de memoria, pero nos encantó verlo en el cartel de la estación.
     El piso de carbonilla, las agujas de entrada y salida, el reloj, los muebles de madera lustrada, era una típica estación de pueblo, cuidada y atendida por un jefe y ayudantes. El tren frenó y descendimos.
     En el andén estaba mi padre esperándonos, y una alegría inmensa nos invadió al verlo pues tres meses atrás había llegado para hacerse cargo de esa Farmacia y solo conocíamos su quehacer por las visitas periódicas que mi madre realizaba al pueblo llevando mercaderías y perfumes para la venta.
     Eran las tres de la tarde y la aventura en el tren había concluido...... no.... aún sigo esa aventura añorando aquellos trenes que nos llevaban a cualquier pueblito del interior del país, pensando en el futuro y siguiendo su evolución en los países que apostaron por un transporte de pasajeros y carga menos contaminante y más económico.  

sábado, 10 de marzo de 2012

En tren a Villa Rosa

En tren a Villa Rosa

   Aquella mañana se presentó con un cielo diáfano, muy especial para quienes estamos encerrados en la ciudad, y tuve ganas de recorrer las aldeas suburbanas.
   Siempre que puedo y tengo el tiempo suficiente, remonto alguna línea de trenes que me lleve a parajes desconocidos para repensar un poco mi vida y apreciar el quehacer de otras personas.
   Así fue que me decidí por Villa Rosa, terminal del Belgrano, y llevé mi cámara de fotos para traerme un recuerdo de esos lugares.
   En los primeros kilómetros, el tren transita por barrios paquetes, canchas de polo, de tennis, el aeroparque, mucho verde y naturaleza cuidada. Más adelante, al pasar a la provincia, la estación bajo la autopista me sobresaltó: era oscura y algo sucia. Luego de unos minutos el paisaje se fue transformando y de edificios de varios pisos pasamos a casitas chatas con parque, que después se trocaron en villorios de chapa cuyos fondos daban a las vías del ferrocarril. El lugar se hizo cada vez más descampado, y entre una y otra estación los espacios verdes semejaban campos sin cultivo y sin cuidado.
   Los altoparlantes de cada estación indicaban al viajero en qué lugar se encontraba y la atención del personal del tren era muy buena.
   Al cabo de hora y media de viaje llegué a la estación Villa Rosa y me dispuse a recorrer el lugar y a almorzar algo. Las calles de tierra roja me sugerían que en épocas de lluvia eso era un lodazal, pero ese día, los terrones hablaban de varios días sin lluvia.
   A eso de las dos de la tarde, luego de recorrer algunas cuadras alrededor de la estación, fui a un bar donde pedí una gaseosa y un sandwich. En una hora más partiría el tren de regreso y me acerqué al andén para abordarlo.
   Aunque aún no era la hora, el tren ya estaba en la plataforma esperando los pasajeros, así es que subí y me dispuse a leer una revista que llevaba conmigo. En es momento me acordé: no había tomado las fotos que justificaran mi viaje. Desde en asiento, me asomé por la ventanilla y, viendo que en una pared de la estación estaba pintada una leyenda: "Bienvenidos a Villa Rosa", la enfoqué y disparé una toma.
   Unos obreros del ferrocarril que estaban charlando cerca de la pared pintada, oyeron el clic de la cámara y me miraron. Algo comentaron entre ellos y al ratito estaban bajo mi ventanilla y me preguntaban
- Oiga, Don ¿Usted nos sacó una foto?
- Mmm... No... - les dije medio dubitativo – Sólo enfoqué la bienvenida de la pared. ¿Ustedes estaban al lado, no?
- Sí. - me respondió uno, el más alto - Y nosotros, ¿salimos en la foto?
   Yo no sabía si eso rea bueno o malo. Quizás los tipos tenían algunas cuentas que pagar y no querían que los fotografiasen.
- ¿Es para alguna revista? - me preguntó el otro, más morochón y con cara de pocos amigos.
- Sí. - inventé rápido - Yo hago fotos de las estaciones suburbanas que después se publican. – y seguí inventando: - La semana pasada estuve en Moreno, la otra el Glew.
- Ah... Bueno... - parece que se conformaron con la explicación y se fueron.
   Seguí leyendo la revista y esperando que el tren partiera rápido pues yo creía que me iban a robar la cámara aquellos obreros del riel. Tan enfrascado estaba en la lectura que cuando me di cuenta los tenía a mi lado en el pasillo del coche.
- Hola, señor. - me saludó uno y me sobresalté. Pero prosiguió como si nada - ¿No sabe cuando va a salir la revista?
   Lo que parecía una amenaza o advertencia por inmiscuirme en sus vidas se convirtió de pronto en una suerte de rompecabezas para armar. Ellos querían saber si sus imágenes fotográficas iban a ser publicadas en una revista de máxima circulación.
- Y..., no sé. Yo se las presento al jefe y él decide cuando se publicarán. Hay que armar el artículo y corregirlo. Calcule un mes,... mes y medio. – inventé rápido y eso parece que los convenció.
- Bueno, gracias – dijeron casi al unísono y se retiraron.
   Suspiré aliviado y continué esperando la salida del tren hojeando la revista señuelo. En uno de los asientos cercanos al que yo ocupaba, viajaban dos señoras con sus niños. Una de ellas eleva la voz y me pregunta:
- Perdone, señor... ¿cuándo sale la revista? – por supuesto que escuchó la conversación que había mantenido con los obreros y volví a inventar.
- Creo que dentro de un mes, más o menos. – También a ella le interesaba saber cuando una revista capitalina se ocuparía de su pueblo. – Cuando el jefe decida que hay material suficiente publicará la nota.
   La señora se volvió hacia su amiga y algo conversaron por lo bajo. Me agradeció y siguió su charla con la amiga.
   Me pareció que quedaron conformes con la somera explicación que les brindé porque no preguntaron más.

   Ya era la hora y el tren partió hacia la metrópolis, rechinaron las ruedas y el traqueteo se hizo más y más estruendoso. Esa hora y media de regreso calmo me sirvió para reflexionar sobre la simpleza y las necesidades de las gentes del conurbano, quienes, ante una mínima expresión de cambiar la rutina pueden llegar a repensar un futuro diferente.


phil

Los Pasajeros del tren

Los pasajeros del tren

Ese día llegaron a la estación un matrimonio y sus cuatro hijos, tres varones y una nena, y con ellos sus bártulos. Bajaron del tren con valijas de cartón pintado, varias cajas atadas con hilo sisal, bolsas y bolsones raídos y se quedaron en el andén como esperando algo o alguien. Eran una familia pobre que venía a radicarse al pueblo.
Algunos vecinos se acercaron a preguntarles si los esperaba algún familiar pero el hombre dijo que no, que querían residir en el pueblo. Entonces los trasladaron hacia una casa deshabitada, casi una tapera, para que pudieran allí acomodarse hasta que consiguieran algún lugar mejor.
El hombre trabajaba de albañil, y con sus changas y la ayuda de todos mantenía a su familia. El hijo mayor pudo entrar a trabajar en una panadería como aprendiz y allí se ganó el apodo de “Harina”.
El menor de los hijos, de mi edad, fue mi compañero de banco en la escuela: era muy rápido con las matemáticas y muy aplicado en las demás materias. Jugábamos en los recreos a esos juegos de chicos que se tienen que terminan pronto pues luego de la campana debíamos reanudar las clases y “Coquito”, así lo habíamos rebautizado, era el que se llevaba los aplausos, porque en las carreras alrededor de los árboles del patio, les ganaba a todos.
Otras carreras las corríamos en el aula para ver quien terminaba antes los problemas de matemáticas o las pruebas de castellano, y allí estábamos muy parejos. En una ocasión, la maestra nos preguntó algo, como quién no había cometido ningún error, quién hacía las cosas bien, y en el apuro por contestar antes que Coquito, levanté la mano y dije: “¡Yo!, señorita”. Grande fue mi sorpresa cuando, por no haber prestado atención al tema, la respuesta obvia era “Jesucristo”, pues de Él estaba la maestra enunciando sus cualidades.
Como muchas, esa familia de inmigrantes pueblerinos, vino a forjarse un futuro en un lugar que les dio todas las posibilidades de empezar una vida nueva, con trabajo y educación para sus hijos.


El tren del Pueblo

   Era el acontecimiento bisemanal que sacaba del letargo a aquel pueblo de quinientos habitantes. Pasaba a la mañana hacia la ciudad y regresaba por la tarde hasta la última estación del ramal. Como yo concurría a la escuela a la mañana, en horas de la siesta íbamos con los chicos a ver el paso del convoy que constaba de una locomotora a vapor, su tender, el vagón de mercancías y correo, y uno o dos coches de pasajeros con asientos rigidos de madera: se parecía ese tren al que veíamos en el cine cuando pasaban películas de vaqueros. 
    Diez minutos antes del arribo veíamos el movimiento del personal ferroviario: el telégrafo repicaba insistentemente, el guardagujas bajaba la señal de acceso a la estación, y verificaba los cambios de vías, el jefe tañía la campana, con lo que preanunciaba la llegada en horario del tren.
   La gente en el andén aguardaba ansiosa a algún familiar que había anunciado su llegada y los comerciantes esperaban los pedidos que habían efectuados a los mayoristas de la metrópolis. Para mi padre, el farmacéutico del pueblo, llegaban los jabones Manuelita, las colonias y perfumes en grandes cajas de cartón o madera, que luego transportábamos a la farmacia.
   Pero los chicos esperábamos el desembarco de los rollos de película que semanalmente nos proveían de entretenimiento y recreo en las funciones de viernes y domingo los dos cines con que contaba ese pueblo.
   Llegaban entonces cuatro bolsas de lona atadas y precintadas con alguna etiqueta donde informaba el nombre de la película de su interior, que tratábamos de descifrar pues la letra era muy confusa. Películas nacionales de los años cincuenta y algunas extranjeras de vaqueros o gángsteres eran las que habitualmente enviaban las distribuidoras cinematográficas a la consideración de las gentes del pueblo.
   La rechinante y vaporosa locomotora, luego de una estadía de cinco minutos, hacía rechiflar el silbato anunciando su partida y lentamente el tren dejaba la estación. A veces colocábamos una moneda en el riel y luego que el tren la pisara, recogíamos un medallón de aspecto similar a una condecoración.
   En pocos días más se repetiría el episodio a pesar del calcinante calor del verano que hacía a los caminos de tierra inmensos arenales solo aptos para conductores expertos y de las lluvias del invierno que los tornaba en lodazales y lagunas intransitables: las vías en terraplén eran el constante vínculo de ese pueblo comunicándolo con otras poblaciones.

tonio.        al_phil2006@yahoo.com.ar