El Trabajo
El trabajo
Después del mediodía en esas calurosas tardes del verano íbamos al terreno bordeado de árboles en los fondos de una de las dos panaderías de ese pueblo donde teníamos un lugar para la práctica del fútbol y para cuyo vestuario los hijos del panadero habían preparado, sobre un lateral, un socavón de medio metro de profundidad, tapado con chapas, que hacía las veces de vestuario y túnel de salida a la cancha.
Nos alineamos detrás de los jugadores que nos elegían de acuerdo a nuestras capacidades demostradas o intuídas, y formamos dos bandos que luchábamos por la pelota para concluir la jugada con un gol en el arco contrario. Con suerte variada ganábamos y perdíamos, pero siempre amigos de los hijos del panadero, porque luego del juego nos podíamos refrescar en esa pileta ovalada, que estaba aledaña a la canchita, y cuya salubridad se mantenía agregando al agua sulfato de cobre que eran cristales de color azul que se adquirían en la farmacia de mi viejo.
Para acceder a la pileta, el panadero nos pedía algunas veces que lo ayudemos con las tareas de la panadería y llevábamos la masa estibada sobre tablas en un galponcito cercano a la cuadra, hacia la proximidad de la pala de madera, larga y fina, que él acomodaba y cortaba lateralmente con una hoja de afeitar para que al hornearlas, produjeran las famosas "trinchas", tan sabrosas al degustarlas recién salidas del horno.
En
pocos minutos el panadero completó su tarea y llenando el horno, ya precalentado a la leña, con masas de distinto formato y cortes de gillette para hacer galletas de campo y pan
francés entre otras. Teníamos una hora y media por lo menos, para
divertirnos en esa pileta nadando o jugando, con saltos y bombas, carreras y
estilos varios que nos permitían mantenernos a flote o nadar bajo el agua.
Un rato
después el padre nos llamó y, junto con sus hijos, fuimos a ayudar pues ya estaban cocidas las
distintas clases de pan que él retiraría del horno y los chicos debíamos
acomodarlos en canastos para llevarlos luego al salón de venta. Luego,
otro chapuzón refrescante en la pileta oval y de vuelta a casa.
En
otras oportunidades, la ayuda solicitada por don Américo, era dar doscientos
bombazos de agua con la bomba sapo cercana a la bebida que estaba en un campo
cercano donde pastaban sus vacas. Hacia allí íbamos con la Ford A que manejaba
el propio panadero o el mayor de sus hijos, dos en la cabina con el conductor y
los demás en la caja.
Cruzamos las vías y a menos de un kilómetro estaba el lugar: abrimos la
tranquera y pasamos con la chatita estacionando cerca de la bebida. Bajamos y
nos turnamos para cumplir con cien bombazos por dos veces.
Algunos
jugaban con una pelota de goma y otros trepaban a la higuera, rebosante de
frutos, para consumir los más maduros. Terminado el trámite, pues la bebida
contenía ya lo previsto, regresamos a la panadería para asistir al rito del
baño en aquella pileta ovalada.
Más de
una vez, completado el quehacer en la cuadra de la panadería, don Américo nos
daba una trincha para llevar a casa. Con esa actitud del panadero, pude
comprender desde esa fecha, que no todo debe ser gratis en la vida pues el esfuerzo
del trabajo trae como merecimiento una ducha refrescante en el verano o un pan
para llevar a casa y alimentar a la familia.
Todo aquel que se esfuerza y cumple con lo establecido es recompensado de alguna manera por el trabajo realizado en la medida de ese esfuerzo.
Alguien comentó una vez: "…ganarás el pan con el sudor de tu frente…"
y yo agrego: "…y te refrescarás en la pileta de Américo…"
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